domingo, 14 de octubre de 2012
La lógica de la revolución militar fue puesta a prueba
La noche de los Coroneles
Cuando en
el año 2000 murió el general Jorge Fernández Maldonado, el coronel que leyó el
famoso manifiesto de la revolución peruana del 3 de octubre de1968, no solo
perdí un gran amigo (lo conocí en 1983), sino que se frustró un proyecto en el
que tenía puestas muchas esperanzas: reconstruir desde sus actores al proceso
militar que acaudilló el general Velasco y que cambió al país y las Fuerzas
Armadas. En algunas de nuestras conversaciones preliminares, antes que el
corazón lo venciera, Fernández Maldonado me adelantó, sin embargo, algunos de
los temas.
La idea de
la revolución –me dijo- no salió de un día para otro; el golpe militar fue
madurado lentamente en la medida que los militares se decepcionaban del
“progresista” Belaúnde, paralizado por la oposición en el Congreso e inclinado
cada vez más a la concesión, apenas encubierta por la inagotable retórica del
arquitecto.
En los
mandos medios era generalizada la crítica a la enorme distancia que había entre
el espectáculo de la política limeña y lo que estaba pasando en el interior del
Perú, donde crecía un malestar general y hervía una rebelión en el campo contra
el sistema de propiedad y gestión de la tierra imperante.
LA
GUERRILLA DEL 65
Fernández
me advirtió que el grupo más sensible de la época lo constituyeron los jefes de
inteligencia que debieron enfrentar al movimiento de Hugo Blanco y a la
guerrilla de Luis de la Puente, en 1965.
Estuvimos
infiltrados en estas organizaciones y recogimos no solo datos para la
identificación de los implicados, sino que empezamos a discutir sobre sus
ideas, que nos llegaban a través de la información que manejábamos. La pregunta
que nos hacíamos era si esto era un fenómeno aislado que una vez derrotado ya
no causaría más problemas, o si estábamos caminando hacia una situación en la
que después de los guerrilleros de visos románticos, no vendrían cosas peores.
Luego de
rociar napalm en la selva central, Fernández Maldonado se preguntó sobre el
número de campesinos que habría de morir en una represión futura.
Una
estructura de nivel de coroneles y algunos mandos medios empezó a trabajar en
la perspectiva de definir un programa básico para sacar al país del marasmo y
reducir las proyecciones de la violencia.
Para este
propósito se asociaron con sus propios profesores del Centro de Altos Estudios
militares, cuya mirada estaba principalmente dirigida a propiciar reformas
desde el Estado que desoligarquizaran la sociedad peruana y modificaran las
relaciones de poder con las clases subalternas. Este sería el germen del futuro
Plan Inca.
Pero ellos
eran ante todo militares y eso implicaba respuestas prácticas a problemas
concretos. Ello equivalía a resolver el problema del golpe, es decir del
control de la maquinaria del Estado.
EL EJE DEL
DRAMA
No era solo
un asunto de técnica de la captura del poder, sino de consenso militar, que
permitiera que la propuesta pasase por institucional y que la idea de la gran
reforma no fuese traicionada por los generales conservadores (que eran muchos)
y por los jefes de las otras armas que no estuvieron comprometidos en el plan original.
Esa
relación entre lo institucional y lo revolucionario fue finalmente el eje del
drama que se vivió los siete años de Velasco y los cinco de Morales Bermúdez.
Pero al principio la figura providencial del general Juan Velasco Alvarado
resolvió a puro don de mando la contradicción.
Elevado a
la condición de comandante general del Ejército y presidente del Comando
Conjunto de las Fuerzas Armadas, en enero de 1968, Velasco se convirtió pronto
en el referente de la conspiración de los coroneles.
Según
Fernández Maldonado, el general era rudo y directo y cuando se comprometía con
algo no había fuerza para hacerlo retroceder. El día de la expropiación de los
campos y la refinería de Talara, más tarde conocido como “día de la dignidad”
(9 de octubre), toda la lógica de la revolución militar fue puesta a prueba.
UNA PISTOLA
Los actores
eran un Consejo de Ministros dominado por los generales y almirantes
conservadores, que querían una salida negociada con la empresa y que estaban
preparando su propia “acta de Talara”; el Comité de Asesoría de la Presidencia
(COAP) integrado por los coroneles revolucionarios y sus asesores; y el
presidente Velasco, que parecía moverse entre los dos. Los documentos iban y
regresaban entre dos salas del Palacio de Gobierno. Y el COAP iba usando
expresiones cada vez más fuertes: sería una nueva traición, es inaceptable,
etc.
El general
Montagne, presidente del Consejo de Ministros, pidió pasar al voto, que sin
duda ganaría imponiendo la versión de nuevo arreglo con la empresa. Entonces
Velasco pidió un cuarto intermedio, se reunió con sus asesores y comprendió
claramente cuál era el problema.
Regresó al
Consejo de Ministros y colocó su arma sobre la mesa, luego dijo que les
informaba, señores, que en esos momentos había dado órdenes para que las tropas
ocupen las instalaciones petroleras y que eso ocurriría independientemente de
lo que resuelvan los ministros. Nadie se atrevió a protestar, porque
entendieron que quien lo hiciese quedaría fuera del proceso que acababa de
comenzar.
Hacia
finales del año, los coroneles de Velasco llegaban a generales y pasaban a
ocupar posiciones como ministros. Fernández Maldonado se convirtió en titular
de cartera de Fomento y Obras Públicas, que en tres meses se desdobló en varios
ministerios.
Al hasta hacía poco joven coronel le tocó el despacho de energía
y Minas, que debía consolidar el primer impulso nacionalista y reformador.
Nunca hubo un ministro más a la izquierda en este tema. Hoy se escogen a los
ministros de energía y Minas entre privatizadores y amigos de las grandes
empresas extranjeras.
Raúl Wiener
POLITIKA Analista
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario